martes, 31 de enero de 2012

Las Vírgenes Suicidas

Directora: Sofia Coppola
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Kirsten Dunst, James Woods, Kathleen Turner, Josh Hartnett, Scott Glenn, Michael Paré, Danny DeVito, Chelsie Swain, A.J. Cook y Hanna R. Hall



En un barrio residencial de Estados Unidos, a mediados de los setenta, pocas cosas pueden turbar la tranquila armonía de la familia Lisbon. Las cinco hermosas hermanas se han convertido en el secreto objeto de deseo de los chicos, que suspiran por ellas cada vez que ven sus melenas rubias al viento. Sin embargo algo hace que todo este paraíso cambie cuando Cecilia, la menor de las hermanas, se suicide a los doce años de edad. ¿Cómo puede convivir la belleza en estado puro con una macabra historia adolescente? Ésta es la pregunta que persigue a uno de aquellos adolescentes que ya en su madurez no ha podido borrar de la mente los sucesos que ocurrieron veinte años antes; El sonado debut de Sofia Coppola como directora debe mucho de su repercusión a la campaña publicitaria que le ha precedido. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la película indaga en el lado más oscuro de la familia americana convencional, lo que parece haberse puesto de moda en el nuevo cine norteamericano con películas como “Belleza Americana” (1999) o “Magnolia” (1999). En este caso, la acción se traslada a los años setenta y, si algo consigue la directora, es crear una atmósfera que evoca el estilo de vida de esa época a partir de pequeños detalles. Consideración especial merecen algunas de las imágenes que muestran a las protagonistas en el campo y que son un híbrido entre las fotografías de David Hamilton y la publicidad de desodorantes u ambientadores de esa década. La visión de “Lick The Star” (1998), el primer corto de la hija de Francis Ford Coppola, no me había despertado muchas expectativas, pero su opera prima lanzada en Latinoamérica directamente al video, levantó su imagen a la de una prometedora directora que habría que seguir de cerca.



Calificado por muchos como un filme vacío de contenido presentado en un bonito envoltorio, “Las Vírgenes Suicidas” recupera la esencia de la novela original de Jeffrey Eugenides para llevarla a su máxima expresión. La cinta es un canto terrorífico, sublimado y presentado a manera de cuento de hadas, con enormes vestidos blancos y largas cabelleras rubias, en donde la belleza sólo es la careta del drama. Y es que hay dos maneras de salir bien librado de un drama: el humor o la exaltación esteta. La cinta de Sofia Coppola escoge el segundo camino y convierte una película de terror en un precioso retrato de la adolescencia, con cinco nínfulas perfectas rodeadas de un escenario de colores encendidos. Desde el comienzo llama la atención el enfoque elegido para contar la historia: la obsesión de un grupo de adolescentes por las bellas hermanas marcadas por la tragedia. El punto de vista de los chicos conduce el relato, pero ellos cuentan todo ya de grandes: la fascinación permaneció en sus vidas al punto de realizar una especie de investigación 20 años después. El tono de la narración recuerda a “Cuenta Conmigo” (1986), una historia de adultos cuando eran niños, una experiencia única, vivida en una etapa de descubrimiento, que quedó grabada para siempre en sus mentes. Pero en nada se parecen ambos filmes, no sólo por lo dramático que es el de Coppola, sino porque el protagonismo de la historia lo tienen las cinco rubias, hijas de padres conservadores, que no tienen más contacto con el exterior que el del colegio, nada de salir con chicos o asistir a fiestas. Las hermanas Lisbon y sus vecinos se convierten, en su particular camino rumbo a la edad adulta desde la adolescencia, en el reflejo de una sociedad que recurre a la represión y que marca el camino de cada cual sin opción. Más allá de un filme sobre el amor adolescente (tema que muchos se han empeñado en destacar en esta historia), la fuerza expresiva de “Las Vírgenes Suicidas” reside no tanto en ese aura “naif” de su estética, sino en la crítica social implícita, la que nos muestra las consecuencias de esa represión y de la privación de la libertad a aquellos que están empezando a descubrirla.



La tragedia de toda la cinta comienza cuando Cecilia, intenta cortarse las venas. El doctor interpretado por Danny DeVito (en su única escena) lo deja muy claro: es tiempo de que la niña trabe relación con chicos de su edad. Así se inicia una compleja temporada para los padres (James Woods y Kathleen Turner), que a duras penas reducirán algo de sobreprotección. Antes de que la introducción del filme concluya, Cecilia repetirá, esta vez con éxito, su accionar suicida. Lo que sigue es un estudio de conducta de padres e hijas que la hija de Coppola filma con sobriedad, sin morbo, matizando la frialdad de la situación con la calidez del retrato de la adolescencia. No toma distancia, se pone en la piel de las chicas y se nota en los pequeños detalles: la música pop, algunos aciertos formales que se alejan del clasicismo sin caer en el clip (como los nombres de los chicos que le gustan a Lux, escritos en su ropa interior y mostrados por la cámara atravesando su vestido), la encantadora secuencia del intercambio telefónico de canciones, y finalmente, la sensación de que la directora supo como transmitir los personajes al elenco. Kirsten Dunst (Lux, la hermana mayor) y Josh Harnett están entre los más prometedores del grupo de jóvenes que suelen interpretar los bodrios de terror con estética televisiva. La composición de Woods y Turner es perfecta y el resto de las chicas está a la altura de los personajes. “Las Vírgenes Sucidas” es casi como una pintura en movimiento...los colores, los rostros, la música, los movimientos y los planos son pinceladas del paso de las estaciones, la opresión, el final de la inocencia y, por sobre todas las cosas, de la adolescencia. La película crea un magistral ritmo que nos lleva de la niñez a la juventud y de la juventud a la adultez.



Cuenta la leyenda que fue Thurston Moore, de la banda neoyorkina “Sonic Youth”, quien le regalo el libro de Eugenides a Sofía Coppola, y que ella escribió el guión mientras escuchaba el Moon Safari del grupo francés “Air”. Justamente estos últimos son los que terminan de darle forma a la película. Las canciones compuestas exclusivamente para la cinta marcan cada escena y nos transportan a escenarios de ensueño pasados, tenue nostalgia que sumada a temas de "Sloan", "Todd Rundgren" o "Gilbert O’Sullivan" se convierten en las canciones perfectas para transmitirlas en la cinta. Decir que “Las Vírgenes Suicidas” está en la línea del cine independiente norteamericano es restarle créditos. Se puede discutir, y eso con la obsesión de la directora con Kirsten Dunst, con su rostro, cabello, hombros, sonrisa, labios, piernas. Pero quién no. Dunst se adueña de la película de una manera sutil. Como las Lisbon, cinco chicas repletas de silencios a quien nadie parece comprenderlas. Ni sus padres, ni el psicólogo, ni el cura, ni los vecinos, ni sus contemporáneos, ni el espectador mismo. Ellas solo tienen su cuerpo y belleza como únicos moderadores. Y esa justamente fue su condena. El drama de las muchachas Lisbon le permite a Sofia Coppola exteriorizar sensaciones. Poco parece interesarle el dramático suceso, las motivaciones que lo provocaron o la búsqueda de culpables. Su objetividad en este aspecto linda con el documento informativo, el cual, nada tiene que ver con la labor periodística que desarrollan las televisores locales en la película y que Coppola crítica con dureza. Las hermanas Lisbon son presentadas como seres fantasmales, etéreos, intangibles. La influencia de su severa madre educándolas en un estricto ambiente religiosa ha sido decisiva. El personaje, que a pesar de su escasa presencia en pantalla es determinante en la historia, está magníficamente interpretado por Kathleen Turner, actriz cuya labor en esta película pone de manifiesta que ha sido totalmente desaprovechada en su faceta dramática.



En toda la pelícuka las hermanas Lisbon se sienten completamente perdidas. Representan a un grupo pero reivindican su individualidad: desde la pequeña e inocente Cecilia, a la que la maldad del mundo, sencillamente, le resulta insoportable, hasta la rebelde y hermosa Lux. La idea de pureza de Cecilia, asociada a esa Virgen de la estampita que se ve en el filme, es el fruto del catolicismo abstracto vivido por los padres. Lo que en principio es una religión que consiste en el seguimiento de un acontecimiento divino encarnado (Cristo y la Iglesia) que a la vez despierta las preguntas más fundamentales y hace percibir evidentemente que éstas tienen respuesta, en el caso de los Lisbon ha sufrido una reducción moral que la madre articula como una separación del mundo y de la realidad. Lo que las chicas han aprendido en casa es que el mundo es malo. El Cristo que se les ha presentado no es uno que abre a la realidad, que cumple lo humano, sino que lo censura. La virginidad católica es el producto de la bella transformación y cumplimiento de lo humano, no la derrota de lo humano ante las normas divinas. De esto no tienen prueba las chicas ni por asomo, porque el padre es un zombi, la madre una moralista que quiere aislar a las chicas del mundo, e incluso el sacerdote, en este sentido, no supone una diferencia, porque, a pesar de su visita post-mortem de cortesía, no es alguien cambiado, no es suficientemente humano como para gritarle a un padre cuya hija pequeña se acaba de suicidar y se está fugando de la realidad mientras sorbe una cerveza y celebra los puntos de su equipo de béisbol ante la televisión. Por eso no creemos que la película critique al catolicismo. En todo caso criticaría, en parte, la deformación de éste.



Lo curioso de esta película es que pone delante del espectador la compenetración ideológica entre el narcisismo y la religión entendida de modo moralista, unas normas sin ideal no son más que un elemento sado-masoquista en la vida. Es decir, si el Ideal no se encarna históricamente en el espacio y en el tiempo de las personas, si no existe la figura paterna, si no comparece un principio de realidad afectivamente cercano, un testimonio carnal de que el deseo de infinito es lícito y tiene respuesta y de que, por tanto, la herida de la vida, el sufrimiento y el sacrificio pueden ser afrontados con esperanza y alegría, pese a que podamos militar ideológicamente en las filas de la religión más anti-narcisista en cuanto a los principios, quedamos atrapados en sus redes culturales, ya que el Ideal del “Yo” sólo es una palabra en un discurso pero no está dentro de nuestra experiencia, con lo cual funcionamos igualmente como si nosotros mismos fuésemos nuestro Ideal. Es decir, la religión católica se puede vivir de un modo narcisista si no consiste en seguir un atractivo humano distinto de uno mismo y de sus ideas abstractas. Ante esta hipótesis educativa inhumana de los padres, las cuatro hijas reaccionan de dos modos diversos. Por un lado Lux reconoce la falsedad de la propuesta de sus padres y se lanza al mundo reactivamente. El resultado es que éste la defrauda y ella no tiene cómo elaborar esa nueva situación porque inmediatamente es incomunicada del mundo por la madre. Por otro lado, están las otras tres hermanas, que no reaccionan ante los padres sino que se dejan consumir en la acidia que la propuesta educativa familiar les provoca. Bajo la atenta mirada de unos vecinos en plena efervescencia adolescente, cada una de las Lisbon irá perdiéndose en su propio camino, a través de una historia que Coppola empapa de ese aire sesentero. Algunos verán aquí amor adolescente pero otros descubrirán un universo completamente desconocido: el de unas adolescentes perdidas en su camino, abrumadas por el fin de la inocencia. Todo bajo el color y la luz de la mejor Coppola, que después acabaría de rematar su labor con la genial “Perdidos en Tokio” (2003).



“Un canto a la pureza”

domingo, 15 de enero de 2012

Stereo

Director: David Cronenberg
Año: 1969 País: Canadá Género: Ciencia Ficción Puntaje: 5.5/10
Interpretes: Ronald Mlodzik, Jack Messinger, Ian Ewing, Clara Mayer, Paul Mulholland, Arlene Mlodzik y Glenn McCauley



En un futuro no muy lejano la Academia Canadiense para la Investigación Erótica mantiene recluidos en sus instalaciones a ocho pacientes muy especiales, todos ellos fueron sometidos a una intervención quirúrgica cerebral con el fin de potenciar sus habilidades telepáticas. El Doctor Luther Stringfellow (Ronald Miodzik) se incorporará al grupo de científicos para investigarlos de cerca y probar en carne propia diversas teorías acerca del fenómeno PSI y su vinculación de sus comportamientos psico-sexuales; De esta manera damos comienzo al Estudio Filmográfico de la obra del director David Cronenberg y lo hacemos comentando “Stereo”, una película de apenas una hora de duración que no fue editada en Latinoamérica; la primera que hay es “Parásitos Mortales” (1975), que muchos la etiquetan como el primer largometraje del realizador, lo cual no es del todo cierto. Tampoco es que se pierda mucho, salvo para los más fanáticos de la obra del canadiense. “Stereo” es una obra difícil de clasificar y difícil de ver, por no decir insoportable. Sin embargo, ya en este primer trabajo encontramos algunos de los temas más recurrentes en la trayectoria de Cronenberg, como son la misteriosa capacidad del cerebro, la degeneración del ser humano o los comportamientos sexuales. Esta cinta es una pieza de vanguardia muy poco conocida y valorada. De hecho podemos encontrar en ella aspectos que no tienen nada que envidiar a los “productos” de la factoría de Andy Warhol: el cuestionamiento de los valores en los que se basa la sociedad tradicional, los elementos arquitectónicos cuidadosamente elegidos, los movimientos de cámara, la distancia, el uso de planos detalladamente encuadrados y nivelados, y aun así rodados de tal manera que dejan lugar al extrañamiento. No obstante, “Stereo” se presentó en varios festivales (con dinero del bolsillo de su autor) y fue una de las diez películas seleccionadas para integrar un bloque llamado “Nuevo Cine Canadiense”.


Hay directores que han aportado elementos innovadores al cine, permitiendo que este pueda seguir evolucionando. Por supuesto, estas palabras no pretenden ocultar que este experimento cinematográfico en bruto haya originado multitud de películas absolutamente prescindibles: simplemente son campos de prueba para experimentar con libertad absoluta, intentando hallar nuevas formulas visuales que funcionen y resulten atractivas, aunque por el camino un porcentaje muy elevado de las mismas lleven a la nada más absoluta. Son un riesgo necesario para que cualquier arte logre evolucionar. Con “Stereo” David Cronenberg nos introduce en un gélido recinto donde se experimenta con las mentes de un grupo reducido de individuos. Dice el director que el título se refiere al modo en el que los telépatas perciben el mundo, en oposición a cómo lo hacen las personales normales; quizá se le olvidó añadir que sólo los telépatas podrán disfrutar de este producto audiovisual, que fue posible gracias a la ayuda económica de un organismo público (el Canada Council, que pensaba que estaba financiando una novela), un hecho que volverá a repetirse más adelante. Por mi parte, desde ahora, si alguien me pregunta si he escalado una montaña de tres mil metros, le responderé: No, pero he visto “Stereo” dos veces. Según cuenta el propio realizador, David Cronenberg no tenía claro qué hacer en 1965. Tenía entonces 22 años y le apasionaba el arte y la literatura (se graduó en esta especialidad tras decepcionarle las ciencias), pero no encontraba su vocación. Hasta que ese año vio una película que le abrió los ojos. El filme, de David Secter, se titulaba “Winter Kept Us Warm” (1965) y se había rodado prácticamente sin presupuesto entre un grupo de amigos, del mismo entorno de Cronenberg. Le impresionó el resultado, y vio las posibilidades del medio para alguien como él. Se le encendió la bombilla y decidió probar suerte. Casualmente, Secter se perdió por el camino y el otro llegó (entre otras cosas) a presidir el Festival de Cannes.



Pero Cronenberg todavía tardaría aún cuatro años en tener listo su primer largometraje. Durante ese tiempo se alió con otros jóvenes canadienses con inquietudes artísticas para crear una asociación de fomento del cine experimental, inspirados por el movimiento “underground” de Nueva York, y ya en 1966 graba su primer cortometraje, “Transfer”, sobre el concepto “freudiano” de transferencia, en el que un médico y su paciente hablan durante siete minutos en un campo. Un año después realiza el segundo corto, “From The Drain”, centrado en otros dos personajes que hablan durante varios minutos; en este caso, dos ex-combatientes y en una bañera. El cineasta no los defiende, los ve como experimentos, entrenamientos, como la preparación de lo que vendrá más adelante. En 1969 tendríamos ya el primer “aviso” serio de lo que se está originando. David Cronenberg quería rodar su primer largo en 35mm, porque le parecía que era el formato del “verdadero cine”, así que alquiló una cámara Auricon y produjo, a través de su recién creada productora “Emergent Films”, “Stereo”, a la que llegó a definir como “una investigación de la incapacidad de la sexualidad corriente”, que también escribió, dirigió, fotografió y montó. Ya puestos, podría haberla protagonizado (de hecho trabajará como actor en el futuro), pero quizá no se atrevió, o no quiso dejarle la cámara a otra persona. Al frente de ella puso, entre otros, a Iain Ewing y Jack Messinger, protagonistas de la mencionada “Winter Kept Us Warm”. “Stereo” no es para todo el mundo. Carece de una estructura narrativa convencional y su final resulta abrupto. No obstante posee una característica que la hace particularmente interesante. Por un lado, cuando uno “sintoniza” con las intenciones del director, no puede quitarle los ojos de encima. Hay cierto poder hipnótico en las imágenes que impiden abandonarla, aún cuando no alcancemos a entender certeramente lo que ocurre.



David Cronenberg asegura que nunca ha sido un cinéfilo, que siempre le interesó más la literatura, pero que Ingmar Bergman estuvo presente en su cabeza desde su más temprana juventud, cuando su padre le habló de “El Séptimo Sello” (1957). Viendo su primer largometraje, uno comprende enseguida que esto debe ser cierto. La estética de “Stereo” remite directamente a la obra del genial cineasta sueco, y hasta su protagonista (Ronald Mlodzik, un rostro habitual en los inicios de Cronenberg) parece el doble de un joven Max Von Sydow. Desafortunadamente, la cuidada factura visual de “Stereo” no llega para tapar el desparrame de ideas que Cronenberg quiso plasmar, siendo sin duda otro de esos “pretenciosos experimentos” (en palabras del director) con los que inició su carrera artística. A nadie le puede sorprender esto. El 99% de los veinteañeros con aspiraciones en el mundo del arte comienzan con aires pretenciosos, en parte por querer reivindicarse ante los demás, en parte porque Hollywood nos vende que con una pizca de suerte podemos superar a Steven Spielberg. Cronenberg tenía otro ideal en mente (el arte puro y duro), pero también se lo creyó demasiado pronto. En cualquier caso, sin sus primeros pasos no habría llegado a donde está ahora, y es imposible hacer algo grande sin jugársela, sin atreverse a romper las barreras. Le habría resultado más fácil ponerse a tirar cubos de pintura sobre un lienzo, pero le interesó el cine y se lanzó a exprimir sus posibilidades. Así que este joven continuó a lo suyo, trasladando los temas que le interesaban a esta primera pieza audiovisual. No obstante la buena acogida que tuvo en diversos festivales de cine independiente le valió una beca de la Canadian Film Development para filmar su siguiente trabajo “Crímenes del Futuro” (1970), pero es interesante que actualmente el director no guarde buenos recuerdos de sus primeros trabajos: "la dirección que tome en esa época estaba influida por las películas under que se hacían en Nueva York; necesitaba experimentar por ese lado para crecer. Pero “Stereo” y “Crímenes del Futuro” fueron para mí un callejón sin salida, simplemente decidí no hacer más esta clase de películas”.



La cinta posee un opresivo y expresivo blanco y negro (el color de las primeras películas de los estudiantes con pretensiones), que se grabó sin sonido directo. Durante gran parte de la película no se oye nada, y a esto se le podrán dar mil interpretaciones, pero lo cierto es que Cronenberg usaba una cámara que hacía demasiado ruido. Se tendría que haber incorporado el sonido en post-producción, cosa que hizo, pero a su manera. En lugar de añadir el ambiente y las conversaciones o los gritos, Cronenberg hace hablar a unos doctores ficticios que relatan los conocimientos teóricos, las pruebas y los comportamientos de los sujetos que están siendo investigados. De este modo las extrañas imágenes de “Stereo” (casi siempre estáticas y encuadradas con evidente esmero) son a veces acompañadas por una lenguaje científico deliberadamente recargada y prácticamente ininteligible, que llega a funcionar casi como música (por su tono repetitivo y distante), creando la sensación de estar contemplando un documento verídico sobre un grupo de pacientes reales a los que se les ha dado la facultad de la telepatía, lo que los transforma en seres nuevos, con su propia manera de entender la realidad, la sociedad y el sexo. No hay mucho más que decir sobre “Stereo”, salvo aplaudir la inteligencia de Cronenberg al aprovechar la laberíntica construcción del Scarborough College de la Universidad de Toronto (diseñado por John Andrews) donde rodó el filme. El centro iluminado con gran acierto, le sirve al incipiente cineasta no sólo para enrarecer aún más la atmósfera (junto al comportamiento de los personajes, casi como animales perdidos en una jaula), sino también como símbolo de las misteriosas investigaciones que se estarían llevando a cabo allí y de la complejidad de la mente humana, el objeto de estudio, que como un ente aparte, parece poder ser capaz de mutar y extender su poder más allá del limitado cuerpo físico. Cronenberg apunta, deja detalles interesantes, imágenes muy sugerentes, pero todavía es un chico inexperto que acababa de empezar.



“Un experimento peculiar”

jueves, 12 de enero de 2012

Gran Torino

Director: Clint Eastwood
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Drama/Amistad Puntaje: 10/10
Interpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, John Carroll Lynch, Cory Hardrict, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker y Brian Howe



Walt Kowalski (Clint Eastwood), es un veterano de la Guerra de Corea (1950-1953), además es un obrero jubilado del sector automovilístico que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de una multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin embargo, las circunstancias harán que sus ideas vuelvan a replantearse al estrechar un lazo de amistad con dos jóvenes asiáticos, los hermanos Thao y Sue; No es habitual que un director estrene dos películas con sólo unos meses de margen (la anterior fue la correcta “El Sustituto”), menos aún cuando cuenta con casi 80 años y la calidad de los trabajos resulta estar muy por encima de la media. Algo llamativo y realmente destacable pero que pierde la condición de sorprendente cuando el individuo en cuestión es Clint Eastwood, etiquetado ya por los medios como “el último clásico”, no cabe duda que estamos ante un hombre de cine extraordinario, cuyo ritmo de trabajo (dice que es para mantenerse joven) está permitiendo que muchos de nosotros sigamos teniendo fe en este arte-negocio, que no está pasando precisamente por un buen momento. Además Clint Eastwood, como cuatro años antes en la impresionante “Golpes del Destino” (2004) vuelve a protagonizar una de sus películas. Una decisión que hasta ahora ha dado resultados magníficos, aunque los reconocimientos le lleguen más por su labor como director. Una decisión tomada con la plena consciencia de lo que puede aportar, sólo él, al personaje; sólo él puede darle los matices y el relleno necesario para que resulte completo, “real”, creíble en todo momento. Por cierto, se dijo que “Gran Torino” sería la última película de Eastwood ante las cámaras, pero quizá sólo era una maniobra publicitaria, pues éste ha declarado que no es cierto, que no lo ha decidido; sólo se lo quiere tomar con calma.


El protagonista de “Gran Torino” es sin duda Walt Kowalski, un hombre acabado, alguien que ya no pertenece a esta época. Tras perder a su mujer, Walt se encuentra solo en medio de un mundo en constante cambio, donde nada se hace ya a la manera que él conoce, donde los valores y la integridad que rigen su vida son motivo de risa. Su propia familia lo ha abandonado, incapaz de comprenderlo; tampoco es que él sienta gran pena por ello, valora lo que tiene, su silenciosa mascota le hace compañía, y es perfectamente capaz de mantener en perfectas condiciones su hogar (en cuyo garaje está el preciado coche que da título a la película y que simboliza todo lo que ama y respeta Walt). Sin embargo, esa casa está en un vecindario que ha dicho adiós a los norteamericanos y hola de los inmigrantes, lo que provocará los conflictos más directos e inmediatos del filme, que entre otras cosas, también habla de la familia y, más en general, de los valores de la sociedad. En un tiempo de excesiva, y aún creciente, corrección política, una película como “Gran Torino” es también, aparte de una buena película, un soplo de aire fresco, aunque es evidente que muchos no lo van a entender así. Al margen de que el filme quede reducido a una etiqueta de “thriller palomitero” (que no estaría mal, pero no es el caso), el hecho de que el protagonista, más aún con el rostro de Clint Eastwood (es decir, el de “Harry el Sucio”), empuñe un rifle y se tome la justicia por su mano es un jugoso cebo para la polémica y el rechazo por parte de los espectadores más “correctos”, mientras que los más “progresistas” probablemente la acusarán de “facha”, entre otros absurdos similares. Sí, sí, puede que te resulte divertido, pero mira lo que ha pasado con Charlton Heston, al que incluso en “revistillas” supuestamente hechas para aficionados al cine se le está recordando más por su defensa de las armas de fuego en su país (algo que, recuerdo, proviene de la constitución estadounidense) que por su memorable trabajo en el cine.



Creo que especialmente en los últimos años de su carrera, Clint Eastwood (profundizando una tendencia que en realidad está presente desde el principio de la misma) efectúa un lento y reflexivo movimiento que le ha ido conduciendo al otro lado del espejo, a la otra cara de esa imagen que a lo largo de los años ha ido moldeando el propio Eastwood. Vista así, toda su obra viene marcada por el despojamiento progresivo de los ropajes que han conformado su imagen, que es producto de su continuo cuestionamiento y por el gradual desvelamiento de sus entrañas más profundas. Eastwood ha elaborado una imagen muy estereotipada de él mismo y de su país, con magníficos resultados y con su reverso más tenebroso. El principal valor de una película como “Gran Torino” radica en que en ella este movimiento por fin concluye en el preciso otro lado, justo enfrente de su lugar de partida, en su perfecto negativo: el carácter mortuorio de la cinta es, pues, la irreversible constatación del fin de un trayecto. A lo largo de los años, Clint Eastwood ha logrado así un milagro casi alquímico: seguir manteniéndose fiel a sí mismo a medida que procedía a su propia negación. O mejor dicho, la de cierta imagen que lo acompaña, la más divulgada, esto queda patente en las emotivas últimas escenas de la cinta, donde Eastwood diseña incluso la apariencia con que será presentado a los demás por última vez, proviene de ahí, de esa oportunidad que le concede la vida de trazar, en sus últimos instantes, su imagen final, de escribir el punto final, de dar las últimas pinceladas de su autorretrato, en definitiva lo que lleva haciendo desde hace mucho tiempo el propio Eastwood, y que aquí parece alcanzar una especie de plenitud. Es así que en todo el filme seguimos a este correoso veterano, a sus insultos e ironías, a través de un relato sereno y plácido, que poco a poco se va oscureciendo, al sumergirse en los meandros de la América multirracial y multicultural que ha heredado Obama, que ha transformado un país que no se reconoce a sí mismo, gracias a sus errores y prepotencia, su identidad y su dignidad. En ese sentido, Kowalski (para colmo, descendiente de inmigrantes) es un fantasma, o un muerto viviente, incapaz de cambiar a un barrio que ya no existe, que vivirá una experiencia de redención al conocer a la comunidad hmong, que lo ayudara a enfrentarse a sus terribles demonios de una vez por todas.



Entendamos, aunque pueda resultar complejo, que una cosa es el cine y otra la vida real; entendamos, de una vez, que una cosa es lo que haga un actor en una película y otra, a veces totalmente diferente, lo que hace y piensa esa persona en su vida privada; y por último, por favor, intentemos entender que hay situaciones, tanto en el cine como en la vida real, que escapan a las convenciones, a lo establecido y a lo estrictamente razonable. A riesgo de que me dirijan a mí también uno de los ataques más injustos que se le hacen a Eastwood (quien se declara políticamente “libertario”), creo que “Gran Torino” plantea algo que para más personas de las que lo admiten es absolutamente lícito; estoy seguro que serán muy pocos los que vean esta película y no suelten (o piensen) en determinadas escenas algo así como “ve por ellos, Clint“. Y no, esto no es lo mismo que “una de cinta de Seagal”, aquí, como he señalado, se tocan muchos temas, hay muchas lecturas. Además la cinta adquiere la forma de una perfecta síntesis de la carrera de Eastwood, y el trayecto que Walt Kowalski recorre en ella es también el que Eastwood ha realizado como actor y cineasta a lo largo de casi medio siglo. Si hay un momento que me parece especialmente emocionante en esta película es aquel en que, tras contemplar las consecuencias de su conducta (para vengarse de la paliza que le dan a Thao, Kowalski había golpeado salvajemente a uno de los matones), también Kowalski queda petrificado ante la visión de Sue ensangrentada tras haber sido violada, se le cae de las manos un vaso, hecho mostrado en un revelador inserto (momento similar a aquel de “El Sustituto” en que a un policía se le cae la ceniza del cigarrillo, paralizado al enfrentarse al horror más indecible). Y esta intensa emoción proviene del hecho de que este momento supone el definitivo punto de inflexión, el momento en que, como el vaso, se hace añicos la visión del mundo a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas el personaje. Toda una concepción de la vida derruida en un momento. No es casualidad, pues, que en la siguiente escena, cuando Kowalski se pone a dar puñetazos a diversos objetos de su cocina, consecuencia de la rabia que siente por lo ocurrido, pero sobre todo hacia sí mismo, Eastwood propine uno de sus puñetazos directamente a cámara, golpeando también ese reflejo de sí mismo situado más allá de la cámara y que lo ha seguido toda la vida como una ominosa sombra. No puede sino resultar terriblemente emocionante que un hombre de casi ochenta años muestre semejante grado de autocrítica.


Una cosa interesante de la cinta es que no es extraño que Kowalski aparezca con frecuencia en la película hablando solo (a veces con su perro), o conversando con su imagen reflejada en el espejo, o que se exprese, sobre todo al principio, a través de un gruñido que realmente sólo él escucha. Posteriormente, ya salido de su solipsismo, de su ensimismamiento en el pasado y en la culpa, Kowalski se anima a hablar, a entablar contacto con el otro, primero con el cura en su casa (Christopher Carley), luego durante la confesión largamente pospuesta, luego con Thao en el sótano, e incluso lo intenta con uno de sus hijos por teléfono. Y es que en “Gran Torino” pasamos de Eastwood hablando consigo mismo, o más precisamente, con la imagen que se tiene de él y se ofrece a los demás (diálogo que informa buena parte de su obra) a Eastwood pasando el relevo, inmolándose para transferir su herencia, cediendo la palabra. Y realmente eso es lo que queda, la transmisión de una voz genuina, como certifican las imágenes de Thao conduciendo el Gran Torino mientras escuchamos la canción homónima, compuesta e interpretada por el propio Eastwood, mientras se suceden los créditos finales. Y eso es lo que representa “Gran Torino” en la carrera de Eastwood: la culminación del precioso legado que durante último medio siglo nos ha regalado la inconfundible voz de un cineasta singular, más allá de la presencia mítica que él mismo ha personificado. Necesitamos reglas de convivencia y necesitamos aplicación de la justicia, la sociedad no puede mantenerse con la ley de la selva, pero la que rige hace agua por todas partes, y provoca situaciones escandalosas que vemos todos los días en los medios de comunicación (que cada vez informen menos es para otro debate). Necesitamos orden y justicia, pero muchos de los que deberían vigilar su cumplimiento parecen pensar otra cosa. Lo mismo que los padres, en mi opinión, tener y cuidar un hijo debería quedar en manos de personas que realmente tengan tiempo y capacidad; si no, pasa lo que pasa, los ejemplos los tenemos a diario en la calle, sólo tenemos que dar un paseo (por las noches en las apestosas plazas, por ejemplo) o abrir la ventana y echar un vistazo, con cuidado de no mantener contacto visual. La máxima de “tu libertad acaba donde empieza la de los demás” es bien sencilla, realizable y exigible.



Rendir cuentas con el pasado, pues, es el objetivo último tanto de Kowalski como de Eastwood. El pasado de su país, el pasado de su carrera e incluso el pasado de determinadas tradiciones genéricas del cine americano. No renegando de ellos sino asumiéndolos, mirándolos de frente, única forma de seguir hacia delante. La asociación del sentimiento de culpa, de la necesidad de expiar los errores del pasado, con el surgimiento de unos sentimientos paterno filiales que se creían perdidos ya y que se convierten en la mejor forma de superar ese pasado, de reescribirlo aunque sea, en cierta medida, de forma ilusoria, como esta insospechadamente película, creación de uno de “los últimos clásicos” del cine, como se ha repetido tantas veces, que probablemente el representante privilegiado y el más brillante, de la nueva generación del cine americano es Paul Thomas Anderson, lo que no se sabe bien si habla de la esencial modernidad del cine de Eastwood o del subterráneo clasicismo de Anderson; probablemente, en realidad, de lo frágil y estéril que resulta delinear semejantes fronteras. Hasta ese tramo final, en el que Kowalski se enfrenta ante todo a sus fantasmas, y en el que el mito de Eastwood se enfrenta a sí mismo, reconstruyéndolo con una dignidad indescriptible, vivimos el crecimiento de una amistad, de forma paulatina y verosímil, que comienza de manera casual gracias al desencadenante que supone el Gran Torino del título. El Gran Torino significa varias cosas dentro de la lógica de este relato. No sólo es el “mcguffin” de la película, sino que simboliza de alguna forma el pasado al que se aferra su dueño, y cristaliza una forma de expresión típicamente americana que ya no existe, y que representa un anacronismo. A medio camino entre el drama social y el western urbano, Eastwood firma una obra maestra incontestable, perfecto testamento interpretativo, conclusión de un discurso moral y estético, la dureza de sus imágenes, es como una patada en el estómago que desarma cualquier atisbo de complacencia, pero la compasión conque filma extrae lo mejor de nosotros mismos. Además conjuga con sutileza el drama, la comedia y la acción, donde propone una reflexión necesaria.



"Bello testamento y compendio de Eastwood"

domingo, 8 de enero de 2012

Magnolia

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Julianne Moore, Tom Cruise, John C. Reilly, Philip Baker Hall, William H. Macy, Jeremy Blackman, Melora Walters, Jason Robards, Philip Seymour Hoffman, Melinda Dillon, April Grace, Henry Gibson, Michael Bowen, Alfred Molina, Emmanuel Johnson, Felicity Huffman y Luis Guzman



La película consta de nueve tramas paralelas que tienen lugar en el Valle de San Fernando, en Los Ángeles: un niño prodigio, el presentador de un concurso de televisión, un ex-niño prodigio, un moribundo, su hijo perdido, su mujer y su enfermero. Son historias aparentemente independientes, pero que guardan entre sí una extraña relación; Tercer largometraje de Paul Thomas Anderson, tras el rotundo éxito de la tremebunda “Boogie Nights” (1997), que a golpe de talento le situó en la órbita de los directores más importantes de su generación, rivalizando además con los más célebres de la generación del Nuevo Hollywood, a quienes tanto ama y tanto debe. Puedo asegurar que “Magnolia” no es solamente la mejor película norteamericana del año en que vio la luz, sino probablemente una de las más bellas, profundas, enigmáticas, singulares y poderosas películas norteamericanas en muchas décadas. Existen pocos placeres comparables a escribir sobre las películas de nuestra vida (y el único superior es volver a verlas), porque haciéndolo no solamente se les rinde homenaje y veneración, sobre todo uno aspira a contribuir en algo a que universalmente sean reconocidas entre lo más hermoso y emocionante que se puede ver en una pantalla, y así uno pueda formar parte de ellas, aunque sólo sea dejando por escrito la propia, e infinita, admiración. “Magnolia” es una película sobre la enfermedad del ser humano del presente. Una terrible y tortuosa soledad que nos hace sentir incomprendidos, maltratados y hundidos. Asimismo, “Magnolia” es también una película enferma. Desequilibrada, excesiva, opulenta, artificiosa y cinéfila. Y, sin embargo, es esa misma enfermedad la que la convierte en una experiencia arrolladora y traumática, explorando sin miedo al ridículo y con una sinceridad herida por la rabia la compleja sensibilidad de una realidad que contemplamos atónitos. Además cuenta con uno de los mejores guiones narrativos que se han escrito jamás, uno de los más asombrosos repartos de intérpretes en estado de gracia que posiblemente nadie haya disfrutado en una pantalla, una de las puestas en escena más audaces y valientes a las que cualquier realizador pueda aspirar, y una de las historias más ricas en matices y personajes, y más originales en desarrollo y ejecución, que podríamos imaginar.



Las películas de Paul Thomas Anderson hablan acerca del amor, el amor en todas sus formas: la necesidad de amar, la búsqueda de amor, la carencia de amor y la capacidad o incapacidad de amar. A diferencia de otras de sus películas, en “Magnolia” Anderson concentra su interés en las diferentes formas de ausencia de ese amor. Uno de los amores más sencillos y, aparentemente, fáciles que existen es el de la familia. Un amor que no necesita de coincidencias o esfuerzos para nacer. Un amor del que carece, por ejemplo, Frank Mackey (interpretado por un inspirado Tom Cruise). Desnudo por esa ausencia, convertido en un ser perdido, encontrará el camino para llenar ese vacío. La anestesia que le permite olvidar el dolor de la ausencia de su padre tiene forma de rencor. Un rencor que actúa como coraza y que apunta hacia todas las direcciones. Frank siente que todo el mundo quiere hacerle daño y ha encontrado la solución para que nadie le vuelva a hacerse sentir vulnerable: “respetar la polla y domar el coño”. Frank no desea relacionarse con seres humanos, Frank prefiere las pollas y los coños convirtiendo las relaciones humanas en campos de batalla en los que él siempre será el vencedor, ya no habrá más derrotas. Frank va a domar cualquier “coño” que desee y lo hará cuando quiera y donde quiera. Solo la posibilidad de vengar el sufrimiento de su madre posibilitará que el muro en el que se ha convertido su mirada suficiente y orgullosa se derrumbe. Si las heridas de Frank han endurecido su piel, las de Donnie Smith (William H. Macy) y de Claudia Wilson Gator (Melora Walters) los han convertido en seres débiles e inseguros. Con la capacidad y habilidad para amar amputada, Claudia, víctima de los abusos sexuales de su padre durante su niñez, es un ser que deambula desvalido por caminos de autodestrucción. Y el ex-niño prodigio Donnie Smith se siente confundido, confunde su obsesión por un camarero ignorante con un amor verdadero, y esto se suma al desconcierto que le provoca ser incapaz de canalizar y externalizar un sentimiento de amor que le absorbe y que convierte su inteligencia en una herramienta inútil que solo ha servido para destruir lo único precioso que verdaderamente tuvo un día: su niñez.



Pese a la existencia de muchísimos personajes no es algo usual encontrar el amor en pareja en las películas de Anderson, “Magnolia” no es una excepción, sino más bien el paradigma de dicha teoría, a pesar del carácter coral de la obra, podría decirse que la única relación de pareja que presenciamos es la que nace entre Jim Curring (John C. Reilly) y Claudia. Historias de amor poco convencionales, nos muestran el encuentro de gente que por su carácter está acostumbrada a la soledad, que ha asumido esa soledad como algo natural y inherente a sus vidas, relaciones en las que se detecta que para estas personas relacionarse y comunicarse supone un esfuerzo demasiado grande. Las situaciones que vivimos junto a ellos están mas caracterizadas por la incomodidad con la que las enfrentan que por la ilusión de un encuentro salvador e inesperado. El amor en pareja en las películas de Anderson se nos presenta como un deseo de amor dulce y artificiosamente sincero que se intuye en pequeños detalles cuya ternura se ve enfatizada por la crudeza y tristeza que rodea a los personajes. Ese vertiginoso caudal de sinceridad verbal en el que se ven sumidos los personajes “andersonianos” los sitúa ante el espectador en un complejo equilibrio entre el ser desvalido del conocimiento de las reglas sociales más comunes y una persona que enfrenta a conciencia la realidad de sus problemas. La equidistancia a ambas posibilidades es un elemento de tensión dramática con la que juega constantemente el director en sus diálogos, una de sus grandes virtudes o defectos. Pero volvamos al amor. Un amor que llama la atención por su inocencia, muy alejada de la naturaleza o comportamiento habitual de sus protagonistas, una inocencia cercana al amor infantil o platónico, una de las características del cual es la ausencia de carnalidad. El sexo en “Magnolia” aparece mayormente en los diálogos, Frank Mackey habla continuamente acerca de sus hazañas sexuales, mientras que Linda (una maravillosa Julianne Moore) y Earl (Jason Robards) mencionan el sexo durante las confesiones de sus infidelidades. También vemos sexo entre Jimmy (Phillip Baker Hall) y una de sus amantes, así como se intuye que existió sexo entre Jimmy y su hija Claudia años atrás. No es difícil ver como ese sexo no es nunca una expresión de amor, al menos del amor que se nos pretende mostrar en las historias que conforman el relato. Pareciera que todo este sexo actúa principalmente como contraposición al amor de las parejas, subrayando el carácter inocente y puro de éstas.


“Hay que captar la atención del espectador en los cinco primeros minutos” - Paul Thomas Anderson. Esta afirmación hace referencia a los chistes o anécdotas que se pueden encontrar en las películas de Anderson en los primeros minutos de duración, como por ejemplo la caja de cerillas que explota por combustión espontánea en el pantalón de John en “Hard Eight” o las tres historias de coincidencias que dan inicio a “Magnolia”. Yo iría más allá con esa afirmación, creo que los comienzos de las películas de Anderson son apasionantes, no solo por las bromas y por el humor del que a veces carece el resto del metraje de sus películas, sino por la capacidad para presentarnos en pocos minutos una situación inicial clara y simple en su planteamiento pero llena de matices, detalles y pistas de la innumerable cantidad de elementos que llenarán la pantalla durante las siguientes horas. Las películas de Anderson son películas de personajes, y en pocos minutos los tenemos perfectamente definidos y situados. Las tácticas son diferentes pero el objetivo y el resultado similar. El caso de “Magnolia” es el más espectacular, ya que en un abrir y cerrar de ojos tenemos: la introducción con las tres historias de casualidades que nos ponen en el ambiente de la historia y nos plantean algunas de las incógnitas que se tratarán de resolver y la presentación de todos (muy numerosos) los personajes protagonistas, conoceremos su situación, sus problemas, pinceladas de su carácter e incluso su función dentro del esquema de la película. Todo ello en un recital de velocidad narrativa, acumulación de detalles visuales y marcas de estilo (numerosos y variados movimientos de cámara, tipos de iluminación, recursos narrativos). Y ya que hablamos de comienzos, hablemos de la estructura completa de las películas. Sin necesidad de un esfuerzo de análisis demasiado intenso podemos dividir "Magnolia" en tres bloques claramente definidos: Presentación (de la que ya hablamos anteriormente), Breakdown (término utilizado por el propio Anderson) y Desenlace. Estos bloques son distinguibles no solo por su contenido narrativo sino también, y sobretodo, por su ritmo. Breakdown: en esta fase de la película observaremos como todos los personajes se ven rendidos ante su enfermedad, una realidad que a ritmo de número musical se desvela como una caída imposible de parar. Todas estas situaciones provocan que el ritmo de la historia caiga en picado, abundan las transiciones de historia a historia y los tiempos muertos dramáticos, todo ello mientras la banda sonora (omnipresente a lo largo de casi todo el filme) intensifica el estado de tensión dramática latente, advirtiendo la inminente llegada del desenlace.



Desenlace: redención y esperanza, ese parece ser el mensaje que Anderson pretende que prevalezca en el final de sus historias, pero lo consigue solo a medias ya que, pese a ser un descarado amante de los finales felices, no puede pretender que tanto mal desaparezca de un plumazo. El final de “Magnolia”, en forma de epílogo literario, es la síntesis final de todas las preocupaciones y conflictos que se plantean en la película. Unos recibirán el perdón y una nueva oportunidad, otros no podrán superar el dolor de sus heridas, y sin embargo no todo queda tan atado como podría parecer. Me gustaría analizar con cierta profundidad la visita final de Jim a la casa de Claudia. Una declaración de amor (improvisada por Anderson en el último momento) y a la sonrisa de Claudia. Pero ¿Qué nos quiere decir esa sonrisa? Según Anderson significa que aún existe esperanza y que Claudia enfrentará la posibilidad de amar y ser amada. Pero creo y defiendo que esa sonrisa puede tener más de un significado. Creo que esa sonrisa es interpretable como la exteriorización de una derrota tan intensa que solo se puede expresar a través de una expresión opuesta a su origen, según esto podría leerse que, pese a que la belleza existe en este mundo, también existen personas que, como dice la canción que suena en ese preciso instante, “sospechan que nunca serán capaces de amar a nadie”. También pienso que esa sonrisa se puede interpretar como un guiño al espectador, una búsqueda de complicidad que nos permita decir “las cosas no son tan serias y terribles como se muestran en esta película”. No sé, yo me quedo con las tres. “Magnolia” se presenta ante nosotros como una búsqueda de respuestas, como un estado de desorientación e incomprensión de una realidad que no sabemos explicarnos, como un estado de ansiedad que confunde nuestra razón. Una búsqueda de respuestas a ese algo que mantiene perdidos a los habitantes del universo “Magnolia” (una muestra del mundo, cuyas elecciones poco tienen que ver con la casualidad, según los ojos del director), la respuesta a: ¿cuáles son los mecanismos que rigen el transcurrir del tiempo, como máxima representación del suceder de las cosas?. Una de las expresiones más repetidas a lo largo de la película en forma de afirmación rotunda o dubitativa es el “son cosas que pasan”. El narrador de los tres sucesos (anécdotas) que conforman el singular comienzo de la película no puede dar crédito a que estas “cosas” sean fruto del azar, “esto, por favor, no puede ser una de esas cosas, en mi opinión, no puede se”, afirma Stanley Spector con pasmosa tranquilidad, mientras observa una inexplicable lluvia de ranas, que esa es una de esas cosas que pasan, y un cuadro en la pared de la habitación de Claudia Wilson Gator, nos rebela que aquello (la lluvia de ranas) realmente pasó.



La misteriosa lluvia de batracios conforma la primera capa de la caleidoscópica “Magnolia”, la cáscara, que a modo de truco de guión ayuda a crear un primer clima de agobio que nos ponga alerta, que nos haga pensar “esto va a ser algo grande”. Porque no se me ocurre calificarlo de otra manera: un truco. Que fácil es desconcertar a una persona preguntándole “¿porque pasan las cosas?”, imposible rehuir la pregunta, imposible esquivarla o buscarle un fallo que la anule. Las cosas pasan, el tiempo no se toma descansos y actúa como un motor sin piedad ante aquellos que quieren darle la espalda a la realidad, como es la gente que habita “Magnolia”. Además la cinta está llena de señales, señales escondidas que parecen decirnos que todo lo que va a pasar está determinado, que todo lo que está pasando tiene un porqué y una consecuencia, que todo nos lleva a un momento clave (lluvia de ranas) que va a desenredar la tela llena de nudos en la que se ha convertido la realidad. Las señales están por todas partes: escondidas en centenares de planos de la película existen referencia escondidas, o no tanto a una cifra: 8.2. Esto hace referencia al pasaje bíblico Éxodo 8.2 que dice: “Y si no lo quisieres dejar ir, he aquí yo castigaré con ranas todos tus territorios”. Lejos del juego se encuentra la realidad y la vida. “Magnolia” es un vómito de miles de ideas, reflexiones, principios, recuerdos y homenajes que rondaban por la mente de Anderson cuando este decidió enfrentar la escritura del guión de la película. Esta suma de elementos hacen de “Magnolia” la película más personal de su director. No defiendo como una virtud clara la aglomeración excesiva de elementos en pantalla, ya que este exceso no permite la fácil digestión de detalles visuales, pero me parece que lo que sí consigue Anderson es que todas estas partículas de su experiencia y conocimiento apunten en la dirección que él desea. Anderson sube la intensidad, con la despedida silenciosa de Frank a su padre, el precio que debe pagar Donnie por su crimen, o la mirada alucinada de un niño solitario que parece apreciar cosas que nadie puede. De un plumazo, Anderson funde cine surrealista, con musical, con cine indie, con melodramático, con trágico, sin olvidar el guiño a “2001: Odisea en el Espacio” (1968). Por esta cinta Paul Thomas Anderson ganaría el Oso de Oro del Festival de Berlín a Mejor Película. Pero más allá de premios, o de recaudaciones (en Estados Unidos ni siquiera cubrió los gastos), “Magnolia” convoca lo mejor de nosotros mismos y convierte al cine en algo mucho más verdadero e imprescindible de lo que es a menudo.



"Brillante y demoledora"

miércoles, 4 de enero de 2012

Los Infiltrados

Director: Martin Scorsese
Año: 2006 País: EE.UU. Género: Thriller/Gangster Puntaje: 10/10
Interpretes: Leonardo DiCaprio, Matt Damon, Jack Nicholson, Mark Wahlberg, Vera Farmiga, Alec Baldwin, Martin Sheen, Ray Winstone, Kevin Corrigan, James Badge Dale, David O'Hara, Anthony Anderson y Mark Rolston



El Departamento de Policía de Massachusetts se ve envuelto en una guerra campal para derrotar a la mayor banda de crimen organizado de la ciudad, la estrategia es terminar con el reinado del poderoso jefe de la mafia Frank Costello (Jack Nicholson) desde dentro, para ello reclutan a un joven novato, Billy Costigan (Leonardo DiCaprio), criado en el sur de Boston, para infiltrarse en la mafia dirigida por Costello. Mientras Billy intenta ganarse la confianza de Costello, otro joven policía que también ha surgido de las calles de Boston, Colin Sullivan (Matt Damon), sube rápidamente de categoría dentro de la policía del Estado. Colin, que se ha ganado un buen puesto en la unidad de Investigaciones Especiales, y forma parte de un grupo de oficiales de élite cuya misión es acabar con Costello. Pero lo que sus superiores no saben es que Colin trabaja para Costello, y le mantiene un paso por delante de la policía; En “Pandillas de Nueva York” (2002) Scorsese nos lo dejó muy claro: América es un lugar vil y contradictorio que se avergüenza de sus propias raíces, disfrazándolas de western. Tal vez como un anticipado canto de cisne, esa película recogía todas las aspiraciones artísticas y meditativas del director, condenado a seguir facturando extensos productos sin apoyo de crítica y público. “Los Infiltrados” podría ser una continuación de "Pandillas de Nueva York", a partir del famoso plano con las Torres Gemelas que encierra una nueva urbe, un nuevo país, igual de corrupto y deshonroso que el dejado atrás. El inicio no puede ser más impactante. Sobre unas imágenes documentales del Boston de los setenta, surge la voz inconfundible de Jack Nicholson en el papel de Frank Costello: “No quiero verme condicionado por mi entorno, quiero que mi entorno se vea condicionado por mí”. Le acompaña el inconfundible “Gimme Shelter” de los Rolling Stones. De pronto, el Scorsese callejero aparece en toda su furia. Desde ahí hasta los títulos de crédito iníciales, varios minutos admirables de presentación de todos los personajes, al ritmo del tango de Howard Shore, así empieza este juego diabólico de engaños, dobles sentidos, espejismos y fragmentaciones de personalidad.



“Los Infiltrados” es puro vértigo, esta película de Martin Scorsese introduce al espectador en la acción con un bombardeo incesante de imágenes cruzadas. Costigan por aquí. Sullivan por allá. Presenta el mundo y los personajes con quienes lidiarán los protagonistas. Explora las calles del sur de Boston, donde transcurre la historia, y registra los negocios de la mafia y los matones hasta llegar al rey de la ciudad: un fabuloso capo de la mafia interpretado por Jack Nicholson. A través de este caos narrativo inicial, al que se suma una excelente banda sonora, el director construye una historia compleja, desprolija, que se va armando de manera gradual, pero que es envolvente de principio a fin. De nuevo Scorsese recurre a los irlandeses como protagonistas, pero cambia el emplazamiento hacia una ciudad que se edifica y se recorre en coche como cualquier mal barrio neoyorquino. Aunque en ningún momento se menciona el antiguo esplendor social bostoniano, no hace falta para remarcar los vicios en que han caído los protagonistas de “Los Infiltrados”, un compendio de todo lo que viene inquietando a este director desde hace años: la sujeción a unos principios, la deshonestidad, los falsos héroes y sus gestas sin recompensa, la separación radical entre la imagen externa y los verdaderos impulsos. El realizador toma de aquí y de allá elementos perdurables en su filmografía, en especial de “Buenos Muchachos” (1990), con el obvio arranque de un Colin Sullivan niño que es embaucado por el gánster del barrio, Frank Costello, y de “Taxi Driver” (1976), en esa elegía al nihilismo que es el último tramo de la película. Es a través de este distanciamiento mediante el que Scorsese traza una línea que liga su película con los filmes policiales y negros del Hollywood de los años treinta y cuarenta, realizando una película en la que leer, de modo más o menos indirecto, la radiografía de una sociedad enferma. Esta evocación clásica se nos ofrece desde el arranque del filme con el cartel de la Warner en blanco y negro y en el vibrante prólogo que se desarrolla a continuación, que nos remite directamente a los filmes policiales de Raoul Walsh o Michael Curtiz en los que bastaban un par de minutos para que todo el conflicto estuviese expuesto sobre la pantalla, dejando claro su gusto por una revisión manierista de las formas del cine perdurable.


Cabe recordar que el argumento del largometraje está inspirado en el policial “Infernal Affairs”, realizado en Hong Kong en el año 2002. La adaptación del guión, a cargo de William Monahan, se basa fundamentalmente en los peligros cotidianos y los conflictos psicológicos que se desatan paralelamente en los dos personajes principales a raíz de la doble vida que llevan. Pese al enfoque en las complejidades psicológicas de dichos protagonistas, “Los Infiltrados” no decae en su ritmo e intensidad. La manera en que está contado el filme, a partir de los entrecruzamientos entre los personajes, y el modo en que está mostrado, a través de saludables y por momentos imprevisibles giros de la cámara, permiten conservar una dinámica que sólo pareciera aflojar un poco en el último tramo. Se trata de una película de gangsters, y por eso la acción, la sangre y la intriga no quedan en ningún momento al margen de la historia. Además “Los Infiltrados” puede verse como el análisis de una sociedad determinada, erigida en torno a la mentira, la apariencia y la corrupción, que se retroalimenta de ciertos personajes. No quiero decir con ello que Scorsese no haya tratado de analizar con anterioridad factores sociológicos en sus anteriores películas, ya lo hizo con “Casino” (1995), "La Edad de la Inocencia” (1993) o las ya citadas “Buenos Muchachos” y “Taxi Driver”, pero creo que aquí, estos factores son los preeminentes en el resultado del filme, por encima de los personajes que los articulan, la cinta esta regida por el tema central de los inadaptados que intentan amoldarse a un lugar en el que estorban, la película se resiente a veces del mismo problema. Por momentos, parece que Scorsese pretende adaptar el material de “Infernal affairs” a su propia mirada más que adaptarse él a elementos nuevos y ajenos, por ello a “Los Infiltrados” no le falta el sello de su autor pues posee el ritmo frenético, los rasgos existenciales y el humor negro que tienen las obras del director italoamericano.


“Los Infiltrados” en su desarrollo podría pensarse que es demasiado juvenil para el director, pero a pesar de eso, Scorsese nos sorprende y construye un filme crepuscular, una odisea mucho más negra que el juego de móviles, misiones y soplos, todo aquel que conozca suficientemente el cine de Scorsese ya sabe de lo que le hablo. El montaje, absolutamente excepcional, le infiere un ritmo al filme pocas veces visto. Tengamos en cuenta que hablamos de una película que dura más de dos horas y media y el aburrimiento no asoma ni por recomendación. Scorsese no le da ni el más mínimo respiro al espectador, avanza con un crescendo increíble hasta llegar a una parte final que ya pertenece por derecho propio a los anales de la Historia del Cine debido a su dureza, además es por esta cinta que Scorsese pudo por fin alzarse como mejor director en los Premios Oscar. El vaivén entre los dos agentes infiltrados, Billy Costigan y Colin Sullivan, proporciona las dosis de suspense suficientes para que las dos horas y media de metraje no se estiren demasiado (y aunque sobren evidentes subtramas, como la que relaciona a los dos topos con la psicóloga policial), incluso a partir de materiales tan sugerentes como el silencio a través de la línea telefónica o la persecución por las calles después del cine porno. Secuencias necesarias, por otro lado, para compensar las habituales situaciones que tienen los personajes de Scorsese, en esta película se nota que la fauna humana que compone la cinta respira para la historia. El más interesante de todos es sin duda Billy Costigan, interpretado sin fisuras por DiCaprio, un buen actor ninguneado por su cara adolescente, pero que es eclipsado continuamente por el más plano y aburrido inspector Sullivan, en gran parte culpa del inefable Damon, y entre los dos se yergue un Jack Nicholson contenido, pero muy suyo al mismo tiempo. Un triángulo inestable rodeado de mafiosos y policías escrupulosos, a excepción del malcarado sargento de Mark Wahlberg, todos estos personajes de una manera u otra invocan continuamente a los personajes presentados en “Buenos Muchachos”.


Jack Nicholson realiza uno de sus mejores papeles como el capo de la mafia que la policía quiere atrapar, un hombre sin escrúpulos y sin principios que en manos de Nicholson adquiere una dimensión única. Las interpretaciones y la cuidada composición de personajes es uno de los principales fundamentos de la cinta. Más allá de los actores principales y los roles protagónicos, es notable la elección del resto del elenco realizada por Scorsese. El aporte que realizan Martin Sheen, Ray Winstone, Vera Farmiga y Alec Baldwin, para que sus personajes adquieran una identidad propia y cada escena esté dotada de una riqueza y color extraordinarios es vital para la verosimilitud que se desprende en cada momento. La trama, además, y en parte gracias a este preciso aporte, mantiene su constancia y continuidad dejando escaso marco para su caída en baches de intrascendencia. Scorsese ha acertado de lleno en muchísimas cosas. Una de ellas es que siendo un remake, ha logrado crear un filme con un universo propio al mismo tiempo que homenajea la cinta hongkonesa de dos formas muy inteligentes, una es creando alguna secuencia similar a la original, aunque evidentemente cambiando el tratamiento. Y la otra es introduciendo un pequeño chiste, si se le puede llamar así, en el argumento, con ciertos personajes asiáticos y cierta cosa que les suelta Nicholson. Habrá quien vea esto como una burla. Evidentemente hay gente que no tiene sentido del humor. Por otro lado Scorsese muestra sin ningún tipo de estupor diálogos sangrantes sobre la Iglesia Católica, algo que sorprende muchísimo viniendo de él. Los dos momentos en los que la Institución es atacada no deja títere con cabeza. Pero lo bueno del asunto es que en el filme no sobra ni falta una sola palabra o línea de diálogo. Todo está impresionantemente bien medido y recitado, lo que hay de novedad en “Los Infiltrados” se ciñe exclusivamente a la superficie del proyecto, es decir a lo meramente argumental. Esto no tendría especial importancia si de ello no se derivase algo más definitorio, y es que con este proceso Scorsese no pierde en familiaridad con el entorno descrito (Nueva York y sus habitantes, ya convertidos en signos característicos de gran parte de su obra) y en consecuencia, mediante ese mismo proceso, gana en distanciamiento sobre los nuevos hechos y personajes mostrados. Éste me parece uno de los puntos clave a la hora de valorar el filme.



La verdad es que no puedo expresar todas sus virtudes en una sola frase: su excelente guión te deja con la boca abierta cada minuto que pasa. “Los Infiltrados” es una reflexión sobre la verdad y el poder destructor de la mentira, sobre la lealtad y los caminos que debemos afrontar por mantenerla. Scorsese nos ofrece un tratado sobre el sentido del deber a través de la historia de unos jóvenes que se hacen policías. Unos simplemente para llevar pistola y otros por el auténtico significado de la placa. Costigan y Sullivan son diferentes, no se conocen entre sí, pero forman parte del mismo mundo y comparten sin saberlo sus principales relaciones. El jefe de la mafia y una mujer. A través de estos dos triángulos, esenciales para la narración y que el público conoce antes que los propios personajes, la trama va tomando forma de manera gradual y creciendo en tensión e interés. Hasta un final que parece un poco forzado, pero en el que Scorsese sigue esquivando lugares comunes. No puede dejar de percibirse un guiño de ironía y humor en el desenlace de la cinta, y es que para entonces lo más importante ya está consumado: con la pasión y adrenalina que reclama el género, más algunos condimentos extras, y Jack Nicholson mediante, casi reinventando el rol de capo de la mafia, “Los Infiltrados” es una película en la que sobra mucho y falta poco. Para la felicidad de los espectadores. La incapacidad de huir de una sociedad que propicia el enfrentamiento y que tan sólo deja espacio para el triunfo social a los más corruptos, arroja una acerada visión sobre el mundo y la política actual que Scorsese puntúa maliciosamente situando la bandera norteamericana como fondo de innumerables secuencias cuyo centro es la corrupción y violencia. Scorsese logra un filme ágil, crítico e interesante, golpeando con ira en muchas direcciones. En aquellas películas de los años cuarenta a las que antes hacía referencia, casi siempre permanecía un resquicio para la esperanza pese a la negrura de su discurso, sin embargo, ahora, en los tiempos que corren, parece que ya sólo las ratas, a las que tantas referencias se hacen en el filme, sean las que únicas que se atrevan a quedarse en el barco. Scorsese demuestra de nuevo que es “el maestro” contando historias urbanas.



"Un nuevo clásico del cine criminal americano”